"Más allá del dolor y la alegría, la dignidad de ser".
Marguerite Yourcenar
Conversaciones con la luna
Por las noches, la luna es la única que trasnocha junto a mí. Me mira, me ilumina, me escucha y me comprende pero, aún sin tocarme, a miles de kilómetros, de alguna manera me muestra lo aislada que se siente, que ni un alma la ve de cerca, mas sus heridas al descubierto no pasan desapercibidas por nadie desde aquí.
Ella, tan pura, tan mágica y poderosa, se ahoga en el dorado lago que nace en el amanecer.
Tan hermosa, tan silenciosa.
Tan tú.
Me está costando escribir esta entrada más que ninguna otra. Y es que, esta vez no me puedo apoyar en fuentes verídicas ni en datos objetivos, ya que no estoy contando historias ni hechos, sino plasmar un poco lo que contiene esta cabeza, sin derramar el contenido completo, de golpe, y no ser capaz de recogerlo. Soy consciente de que solo voy a poder mostrar unas simples gotas de todo lo que nada en mí, pero incluso sola, en la noche, me siento limitada a la hora de hablar de mí; ni siquiera va a tratar de experiencias personales ni vivencias privadas. Sin embargo, contiene mis huellas dactilares, mi esencia, un rastro de mí.
No pretendo que esto vaya a ninguna parte. Es más, cuantas menos personas lean esto, me sentiría menos invadida. No obstante, por una vez quiero poder sentirme libre de manifestarme como yo desee y considero que habrá reflexiones interesantes.
Así que. si por algún casual sigues aquí, puedes quedarte. Quédate. No demasiado.
Las noches me parecen el momento más idóneo del día para acomodar nuestras estanterías internas que, después de una rutina más, se revuelven y se descolocan. Antes solía ser un búho nocturno, mas actualmente, no me lo considero.
A lo largo de la cotidianeidad siento mucha ansiedad. Casi todos los días la siento, física y mentalmente.
Mi cerebro no descansa ni un segundo: Siempre procesando conceptos, analizando una y otra vez el mismo punto sin sentido, organizando el futuro cercano y no tan cercano, buscando fallos constantemente, castigándome por ellos, rezando a esa falsa paz mental que me he prometido a mí misma.
Es como tener el propio infierno dentro de ti, rasgando las capas internas de tu cráneo con uñas afiladas y golpeando como un tambor tu corazón, estrujando tus pulmones con diversas fuerzas. No me sorprendería si un día una mano rojiza quisiera asomarse por mi garganta.
Y duele escribir estas cosas. Pero también escuece una herida cuando la estás curando.
En las noches pacíficas, me gusta hacer meditación. Creo que es uno de las anasteseias más efectivas para cuerpo y alma. Se siente como una bocanada de aire tras largos minutos bajo el agua, cuando vuelves a reír a carcajadas justo después de llorar, con las lágrimas aún húmedas bailando en las mejillas.
Y como si de un truco se tratase, a través de la meditación y demás acciones encuentro una paz que me une espiritualmente con la naturaleza y con aquello que no puedo tocar físicamente, pero que flota a nuestro alrededor.
El ser humano se ha desasociado tanto del mundo natural, como si no viniera de este, como si no siguiese formando parte de él, que muchas veces se nos olvida que tiene la cura para todos nuestros males, que la verdadera felicidad la abarcan un millón de bosques, valles y aguas rompiendo contra las piedras. Nuestra primera madre, la más sabia que existe, que respeta los ciclos de todos sus hijos e hijas, y también el de la vida misma.
En algunos momentos me planteo el origen de la vida, pero demasiadas son las ocasiones que pienso hacía dónde caminamos, en qué agujero estamos destinados a caer. No creo en la reencarnación como tal, ni en mundos tridimensionales, ni en el reino de Dios, por más que lo llegase a hacer. Siento que el ser humano no es tan valioso como para tener la oportunidad de vivir las veces que desee, ni tan depravado como para querer volver a experimentar este mundo desde cero, una vida más. Como si no hubiera visto lo peor de él en una.
Y realmente me gustaría creer que, al fallecer, una entidad divina me acogerá en sus brazos y me eleverá más allá de hasta donde el ser humano puede comprender; que apareceré en un gran salón, celebrando un banquete eterno; que mi vida, con mi consciencia actual y mi cuerpo, continuará en otra parte.
Empero, prefiero centrarme hasta donde nuestros límites son conocidos físicamente, con el descubrimiento de cualidades terrenales que no saborearemos hasta que no apoyemos la sien en nuestro lecho de muerte.
Estamos hechos de energia, todo lo que compone este universo es energía pura.
Tal vez me equivoque y le daré la razón absoluta a los libros sagrados, pero, cuando muera, si pudiera elegir, me gustaría seguir formando parte del ciclo de la naturaleza. Mi cuerpo se descompondrá y mi alma no viajará a tierras prometidas, sino que se integrará con la única tierra que alabo; pasará a formar parte de un ciclo inmenso, que nunca tiene fin. Estaré en el viento que agita las copas de los árboles, en las gotas de agua que nutren el suelo, en el suave cantar de los ríos corriendo colina abajo, en la neblina que confunde y en la flor que regocija el corazón del hombre.
Todos formaremos parte de ello hasta que el sol deje de alumbrarnos.
Y antes de que lo errático suceda, todavía tenemos mucho que sentir aquí.
"El beso de la muerte", cementerio de Poblenou
Al igual que estamos hechos de energía, también es un hecho que estamos en un persistente cambio, en perseverante movimiento. Al universo no le importa si te quieres bajar de él, si te detienes, si solo quieres asimilar las cosas durante un solo minuto. No le importa. Sigue dando vueltas, se retuerce, se agranda, se estira, se empequeñece, se rompe. Contigo dentro. El ciclo pretende continuar su trabajo sin nosotros dispuestos a ello. Porque no somos nada más que motas de polvo para él. O te subes al tren o tu bagón se descarrila.
¿Cuántos decubrimientos arqueológicos quedan por descubrir? ¿Qué seres habitan en lo más profundo de los océanos? ¿Y si un antídoto importante está casi delante de nuestros ojos? Por extravagantes que suenen estas cuestiones, suelo pensar que, mientras nos preocupamos por nimiedades, al mismo tiempo, ahí fuera ocurren secretos que ignoramos. Además, si nos detenemos a reflexionar, las realidades de cada uno son muy relativas. Mi mundo interior no significa nada para otro humano a miles de kilómetros, no es consciente de mi existencia, así como yo tampoco de la suya. Que las personas más importantes de su círculo no lo son en el mío. No somos los protagonistas en la película de todo el mundo, que no supondríamos ningún cambio bestial en su ser, aunque seamos iguales. Nuestra burbuja es más gruesa de lo que imaginamos.
Uno de mis mayores miedos es el fracaso. Envidio a aquel cuyo mayor terror es la soledad, el desamor o la oscuridad. Soy incapaz de vivir sin plantearme mi progreso como ciudadana de este mundo, sin ponerme metas a corto y largo plazo, sin tener ambiciones, y es que necesito ser alguien y estar orgullosa de ello. Para mí, eso supondría la felicidad eterna: poder decir que no me arrepiento del camino que he sembrado y poder mirar atrás para admirar la gran cosecha de éxitos que he plantado.
En verdad no me exijo tanto, soy una soñadora pero no levito más de cinco centímetros por encima del suelo. Solo quiero que el tiempo que tengo aquí, sea con la menor cantidad de agonía posible.
Me atrae lo simple más de lo que parece. Sé observar los detalles que me ofrece la subsistencia y los que el resto de personas presentan: miradas, gestos, manías, características peculiares... Encuentro belleza en todo ello. Lo diferente, lo diverso, lo único es precioso. Lo íntimo es hermoso.
De todos modos, no nos dejemos engañar por estas cosas. El mundo es un lugar monstruoso, repulsivo y despiadado. Siento que ya no importan los actos generosos que tienen lugar, la humanidad está destinada a fracasar, a sufrir, a correr sin frenos. No hay remedio.
Y cómo el universo es tan sabio al igual que aleatorio y maquiavélico. Hay una ruleta que gira en base a la probabilidad. El problema es que desconocemos quién está al mando.
También es irónico lo hipócrita y sucia que juega a ser la humanidad, cómo se mueve por pura avaricia, interés, poder, individualismo. A veces pienso que si algo perjudicial me ocurriese en vía pública, ¿alguien haría algo por ayudar? O con quien sea. La sociedad se ha vuelto tan superficial, individualista, consumista y capitalista... Te mira por encima del hombro si no te unes a su masa internacional.
Es lógico plantearse, ¿por qué unos hacen el bien y el mal? ¿Por qué Dios no se manifiesta para hacer el bien y salvarnos?
Entiendo que, aparte de hacernos responsables de nuestras acciones, lo que llamarían pecados, lo que está bien y lo que está mal lo hemos decidio los humanos en algún momento de nuestro desarrollo colectivo, siguiendo nuestro instinto. Existe también el bien y mal individual. Y es que, por un tiempo, el mal colectivo era esconder judíos en tu vivienda para salvarlos de la maldad de otros, cuando, desde nuestra perspectiva humanística, estaríamos ejerciendo el poder de nuestra bondad individual.
Ningún Dios no interviene para salvar a esos pueblos oprimidos y saqueados porque, desde el punto de vista de esos mismos, estaría realizando el bien pero, desde el del opresor, no. Entonces Dios dejaría de ser de todos, de ser el más grande, de amarnos por igual y comenzaría a tener una ideología. No nos damos cuenta que, incluso para decidir quién le acompaña en su reino, está razonando en base a todo esto. ¿Quién es Dios para juzgarte con una mente humana?
Y, a día de hoy, los derechos humanos básicos son tratados como una ideología. Odio todo lo que el hombre toca y destruye.
En cambio, no puedo rehuir la aflicción que me producen las desgracias ajenas y las injusticias, por más que yo, como sujeto individual, no pueda hacer nada por evitarlas. No quiero formar parte de ninguna multitud que todo lo que está dispuesta a hacer por los demás, única y exclusivamente lo realiza para su propio beneficio, para sentirse mejor persona. Qué buena imagen doy, el cielo me espera.
Pero prefiero eso a dejar de sentir, a vivir como un alma en pena, a cerrar los ojos y no asomarme fuera del jardín imaginario que nos solemos inventar para protegernos. Quiero ser miembro una masa internacional, si esa va a ser la juventud caritativa, valiente, responsable y guerrera que va a gobernar el futuro, que vea coherencia en ella y no me haga creer que son miserables, locos y mezquinos los que llevan las riendas, que es lo que está sucediendo actualmente de forma global.
Llevo años sufriendo una crisis religiosa, y hoy por hoy sigo sin comprender muchas cosas, pero tampoco me agradaría ceñirme a un rotundo pensamiento, quiero dejar margen a la duda.
Si existe un paraíso sempiterno en algún lugar, dejaría todo atrás y me entregaría a él ahora mismo.
Porque no parece que vaya a instalarse en sórdido mundo para mitigar el desconsuelo de vivir de muchos.
Tendría que darme el lujo ser hipócrita, superifical e individualista.
Hasta que no he alcanzado este punto de la escritura, no me he dado cuenta de la paz que siento. El viejo estrés se sustituye por una sensación cálida, de agradecimiento, de bienestar.
El arte, la naturaleza y la tranquilidad son mis mejores remedios, el aire limpio que riega mis pulmones. No sería capaz de vivir sin nada de eso. Mis salvadoras.
Qué raro es el mundo y qué raras las secuencias que ocurren en él. Todavía me fascinan, para mi desgracia o fortuna, las cosas que son capaces de ocurrir aquí. En lo más hondo de mi corazón me autoconvenzo de que, tras todas las capas de suciedad y miserabilidad, se encuentra algo tan etéreo, incorrumpible y sublime, que ha inspirado a miles de poetas, pintores, escritores y pensadores a mostrar la belleza del ser humano, que me haga sentir esta estancia como una luz que me guía hacia mi hogar. Y el camino es magnífico.
Una vez más, gracias por leerme, sobre todo en esta entrada, que ha sido muy diferente a las demás, pero muy especial. Hasta la próxima.
Lucía Braña. 🌟